Realmente siempre me creí un Max
Estrella cualquiera, quizás con gabardina de Bogart en la mítica
Casa Blanca, y con una sonrisa de vampiro endiablado con ansias de
alcanzar la fama. Nunca me creí demasiado afortunado, sino un hombre
con una suma de peculiares desgracias que le hacían reír a
carcajadas y que, con cierto talento, exprimía como si fuesen
limones. Nunca dejé de ver las malas experiencias como lecciones
importantes para no caer, o mejor dicho, para no volver a padecer. Y
cuando ya no daba para nada oportunidad al amor verdadero, ese que
duele y hace sentir bien, viniste tú sin cupido y sin flecha para
atravesarme el pecho con un bazoca. Debo admitir que es mucho más
recomendable usar un arma de fuego, más aún uno que te atraviesa el
pecho. Porque eso fueron para mí tus palabras amables, tus sonrisas
sutiles, tus comentarios picantes y esa forma tan agradable que
tienen las mujeres que saben seducir incluso en silencio.
Creo que no te he dado las gracias,
quizás creas que soy un desconsiderado por no haberlo hecho, y opino
que más vale tarde que nunca. Como decía mi madre “De bien
nacidos es ser agradecido” y que tú me amases, que lo hagas con
esa fuerza, me hace sentir el hombre más afortunado. Admito que
tenía mis dudas y miedos de no ser correspondido, pero se fueron
disipando como el humo de tus cigarrillos. Sólo queda una cosa y es
decir que sí a un futuro, un largo camino que espero que sea
próspero y si nos dan limones la vida haremos zumo juntos.
Te amo,
Ángel.
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