Me enamoré. Se puede decir que lo hice. Aunque en ese momento únicamente noté como me molestaba el pantalón. Sonreía sin importarme nada, el descaro siempre fue propio de mí y a ella no parecía importarle. A nadie le importaba o interesaba lo que yo pensara. Mis labios se perfilaban siempre crueles o solitarios, y con ese sabor inconfundible del whisky, pero esta vez se veían mágicamente voraces. Quería morder su piel y atravesar sus carnes, devorarla como un lobo en mitad de la fría estepa.
Desde aquella noche fui preso de sus contoneos. Se movía como una serpiente, pero sus ojos eran de gata salvaje. Sus uñas postizas arañaban la metálica barra de la que se agarraba con sutileza. Era su victima, ella no era la mía. Lo supe y lo medité con calma. Siempre a una distancia pertinente, siempre acariciando mi entrepierna con impaciencia e indecencia. Pero ¿Qué caballero de esa sala no lo había hecho ya? Sin embargo, para mí era mi musa, la inspiración de cada tortuosa noche al llegar a casa con mi mujer.
He de decir que jamás la toqué. No era capaz de palpar su cuerpo y romper el encanto. Tampoco quería conversar, por si su voz no era como yo esperaba. Era un amor de colegial, hacia algo magnético e imposible de alcanzar o soñar. Sí, algo así.
Una noche al llegar al local vi coches patrullas y agentes acordonando la zona. Se había cometido un asesinato. Su cuerpo había aparecido desollado en uno de los lavabos del local y había sido encontrado por uno de los numerosos clientes. No daban demasiados datos, tan sólo su nombre y edad. En ese instante mi alma se quedó hecha tizas, como si alguien la hubiera congelado y después triturado en una gran picadora de hielo. Mi musa, me habían arrancado mi musa.
Desde ese día no disfruto la vida, tan sólo saboreo los instantes del pasado mientras calo mi cigarrillo y me pregunto qué hubiera pasado… ¿qué? ¿Qué hubiera ocurrido si hubiera tenido agallas de romper el hechizo?
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